HECHO PÚBLICO
La parábola del vaso
Vicente Leñero
En "Los presidentes" de
Julio Scherer García, Julio y Enrique Maza relataron al alimón esta anécdota
ocurrida en noviembre de 1983, cuando Miguel de la Madrid era presidente de la
República y Manuel Bartlett fungía como secretario de Gobernación. Yo completo
aquí ese relato desde mi punto de vista. Empiezo reproduciendo los párrafos
iniciales que escribió Enrique para el libro de Julio, como antecedente de la
historia:
Hay en Venezuela, en San Diego de
los Altos, Estado de Miranda, un lugar llamado Granja Hogar de los Peregrinos,
donde vive una colectividad fundada por 1976 o 1977. Busca la comunidad una
vida espiritual; desarrollar su propia conciencia, vivir de acuerdo con ella y
«depender únicamente de la Voluntad Divina».
Allí fueron a vivir cinco hermanos: Santiago, Germán. María Teresa, Juan y José
Antonio Carter Bartlett, sobrinos del secretario de Gobernación, Manuel
Bartlett Díaz, hijos de su hermana.
Desde el cuatro de noviembre de 1982, el matrimonio Carter Bartlett llegó a la
comunidad a vivir con sus hijos. Su estancia allá duró diez meses.
A principios del segundo semestre de 1983, la hermana del secretario de
Gobernación y su esposo regresaron a México para arreglar asuntos pendientes.
Los acompañó Germán, quien contó en testimonio publicado en cinco de noviembre
de 1983 en El Nacional de Caracas, cómo la influencia y el poder de su tío
transformaron a sus padres y los hicieron cambiar de idea. El matrimonio Carter
Bartlett decidió no volver a Venezuela y sacar a sus tres hijos menores de la
comunidad.
El señor Carter viajó a San Diego de los Altos para recoger sus pertenencias y
llevarse a Juan y a José Antonio, los dos menores de edad. Juan suplicó
quedarse. El señor Carter cedió e hizo los arreglos legales y materiales del
caso para dejar a Juan bajo la custodia de Santiago, el mayor. Y regresó a México
con José Antonio.
El primero de noviembre de 1983, la Dirección del Servicio de Inteligencia y
Prevención (disip), policía venezolana, allanó el hogar, saltó los muros,
penetró con violencia y sacó por la fuerza a María Teresa, de diecinueve años,
y a Juan, de diecisiete. Eran cinco funcionarios armados de la disip,
acompañados por un agente especial. Fue «un atropello cometido por las
autoridades venezolanas al ejecutar órdenes provenientes del gobierno
mexicano», denunciarían más tarde los hermanos.
Confiscados sus documentos personales, María Teresa y Juan fueron deportados en
un avión de Aeroméxico. Un funcionario de la embajada mexicana en Venezuela
supervisó la deportación.
Dolidos, furiosos contra sus
padres y su tío omnipotente, María Teresa y Juan se acercaron a Enrique Maza,
en las oficinas de Proceso. Le contaron su historia. Querían denunciar
públicamente a Manuel Bartlett por abusos de poder.
Enrique Maza nos puso al tanto durante la reunión del consejo editorial y se
decidió que escribiera un pequeño reportaje que ocuparía dos páginas de la
revista. Julio quería que tuviera una cabeza en portada.
—¿En portada? Es un asunto chiquito —le dije.
—¿Te parece chiquito que esté involucrado el secretario de Gobernación?
—Es chiquito. Además, si yo estuviera en la piel de los padres de esos
chamacos, haría lo imposible por sacar a mis hijos de una secta así, con gurús
mafufos y puras ideas de locos.
—Pero ellos mismos metieron a sus hijos allí —intervino Enrique Maza.
—Y se arrepintieron, y trataron de sacarlos a como diera lugar.
—Ése no es el asunto —dijo Julio—. El asunto es Bartlett. Su prepotencia, el
uso de fuerza para entrometerse en cuestiones venezolanas.
—De cualquier modo no merece portada.
—Está bien —concedió Julio—, que no vaya en portada.
Ese viernes en la tarde, día del cierre de la revista, María Teresa Carter
Bartlett cometió una indiscreción en su casa, según supimos después. En pleito
con su madre, quien la tenía encerrada, le gritó que su historia se iba a saber
pronto. Le había soltado la sopa a una revista.
A las diez de la noche de ese mismo viernes, armado ya el número 369 de
Proceso, que circularía a partir del domingo, Julio recibió una llamada
telefónica cuando estaba a punto de retirarse de la oficina. Enrique Maza había
salido media hora antes, satisfecho de la concisión y de la contundencia de su
reportaje.
—Me acaba de hablar Zorrilla —dijo Julio.
—¿Qué Zorrilla? — pregunté despistado.
—Juan Antonio Zorrilla, hombre, el director de la Federal de Seguridad. Ya
sabe.
—Ya sabe qué.
—Del reportaje de Enrique. Lo mandó Bartlett, está negro.
—Qué te dijo.
—Puras pendejadas. Que no la chingue, que el reportaje no puede salir. Me
ofreció un billete descomunal.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Lo mandé al carajo, qué le iba a decir. Viene para acá.
Julio escribió después en Los presidentes:
Llegó Zorrilla a Proceso. Automóviles negros de cuatro puertas, las antenas
como periscopios, quedaron estacionados en línea sobre la calle de Fresas. Un
ayudante acompañó hasta mi oficina al director de la Federal. Al otro lado de
la puerta permaneció el gigante, me contarían mis compañeros. Un segundo agente
se ocupó del acceso a la casa. Otros rondaron la calle.
Zorrilla fue al asunto, sin trámites.
—Es que no vas a publicar el reportaje.
—Aquí decido yo, José Antonio. Lo vamos a publicar.
—Te digo que no.
—Te aseguro que sí.
Largo tiempo permaneció José
Antonio Zorrilla hablando con Julio, encerrados en su oficina. Nos parecieron
horas mientras aguardábamos expectantes, más bien temerosos: recuerdo a Rafael
Rodríguez Castañeda, a Carlos Marín, al cartonista Efrén, interrogándonos entre
nosotros y meneando la cabeza. De algún modo estábamos acostumbrados a las
presiones y amenazas que nos llegaban de los representantes del gobierno,
durante el sexenio de López Portillo y ahora con el grisáceo De la Madrid, pero
Julio paraba siempre los golpes con su habilidad de karateca de la política.
Ahora haría lo mismo, quizá, seguramente, nos decíamos murmurando. Aunque quizá
no. Con la Federal de Seguridad por delante y el tortuoso de Bartlett atrás,
sintiéndose Dios.
Julio conocía a Zorrilla desde que éste tenía de jefe, en la Federal de
Seguridad precisamente, a Fernando Gutiérrez Barrios. Se llevaba bien con el
tal José Antonio, como un buen periodista se lleva con quien puede ser su
fuente o acaso su víctima merced a un reportaje delator, nunca se sabe. Su
«amistad», en este caso, sólo servía para facilitar el jaloneo de la charla, no
para resolverla tratándose de un asunto que comprometía al secretario de
Gobernación. Era él quien enviaba a su policía mayor para negociar con dinero
—era mucho dinero el que le estaba ofreciendo a Julio, a Proceso, y ahí sí
topaba con hueso— o con las amenazas contundentes de la fuerza bruta.
Por fin salió Julio de su oficina. Había conducido a Zorrilla a la sala de
juntas y le había ofrecido un café, un vaso de agua, un refresco. El jefe de la
Federal optó por una cocacola que le sirvió en un vaso Elena Guerra, la
secretaria de Julio.
—¿Cómo va la cosa? —le pregunté al director cuando llegó hasta nosotros.
Julio meneó la cabeza francamente preocupado.
—Me sostuve. Le dije que íbamos a publicar el reportaje a como diera lugar.
—¿Y él qué dice?
—Quiere hablar contigo.
—¿Conmigo? —abrí tamaños ojos.
—Habla con él.
—Pero qué le digo.
—Tú sabrás —me respondió Julio con una sonrisa que tenía algo de irónica.
Sobreponiéndome a las piernas que se me aguadaban fui hasta la sala de juntas,
donde José Antonio Zorrilla bebía de su vaso de cocacola. Era un cuarentón
cuadrado, bajito, con cierto aire de rubio. Llevaba lentes gruesos, color
ámbar, según recuerdo, y vestía de traje y corbata. No parecía un gorila, desde
luego, sino un oficinista cualquiera, decente.
—Me dice Julio que usted es el único que lo puede convencer de que no se
publique ese reportaje —profirió con voz tranquila, mirándome a la cara.
—Julio es mi jefe, es el director de la revista, y si él dice que el reportaje
se publica, el reportaje se publica.
—Pero usted qué piensa.
—Yo pienso lo que piensa Julio.
Zorrilla chasqueó la boca. Puso el vaso de cocacola en el filo de la mesa
ovalada que presidía la sala de juntas y empezó a deslizarlo, con las puntas de
los dedos, hacia delante, mientras decía:
—¿Sabe lo que les pasa a ustedes? Son como este vaso —filosofó—: caminan
rectos, rectos, pero no se dan cuenta de que la realidad se tuerce, como la
mesa... ¿y qué pasa?
Zorrilla había llevado el vaso hasta el límite donde la mesa ovalada empezaba a
curvarse. Lo impulsó un poco más, en línea recta, y el vaso cayó con el
estrépito de un pequeño vaso que se triza en el suelo y derrama el contenido de
la cocacola.
—¿Se da cuenta? —me preguntó.
—Sí —dije—, ya entendí.
Zorrilla se inclinó para recoger una porción del vaso roto y lo puso de nuevo
en la mesa. Sonrió. Parecía satisfecho con su parábola. Dijo, después de un
silencio:
—¿Usted tiene cuatro hijas, verdad?
—Sí, señor.
—Cuatro hijas a las que quiere muchísimo.
—Muchísimo, señor Zorrilla.
—No deje que les pase nada, señor Leñero... ¿Por qué no convence de una buena
vez a Julio y terminamos con esto? Hágame ese favor.
Me levanté de la silla, dije un vago con permiso y fui a encontrarme con Julio,
que había regresado a su oficina.
Le conté el incidente, tal cual. Me vio francamente asustado.
—No, Julio, no se vale. Este cabrón y el cabrón de Bartlett no se andan con
mamadas. Yo me la he jugado contigo desde el golpe a Excélsior por cosas
importantes, pero por los pinches sobrinitos de Bartlett de plano no, no vale
la pena. Yo ahí sí me rajo. Este amigo va/
—No me digas más, Vicente, no me digas más.
—Puedes pensar que soy un cobarde, que/
—Que no me digas más, te digo. Ya. Se acabó. Vamos a ver a Zorrilla.
Julio me tomó del brazo y regresamos a la sala de juntas, donde el director de
la Federal de Seguridad continuaba sentado. Sus lentes redondos, su traje
elegante.
Le espetó, directo:
—Tú ganas, José Antonio. No vamos a publicar el reportaje.
Zorrilla no esperaba una respuesta tan pronta porque se mantuvo sentado unos
segundos, mirando a Julio. Por fin se levantó. Ladeó la cabeza y se aproximó para
darle un abrazo, pero Julio estiró su derecha, como para detenerlo. Forzó un
apretón de manos que debió ser de piedra.
Destruimos después los cartones formateados con el reportaje de Enrique Maza y
en su lugar publicamos unas cuantas notas más de la sección Proceso nacional.
En 1985, un año después de que el periodista Manuel Buendía fue asesinado en un
estacionamiento, José Antonio Zorrilla dejó la Federal de Seguridad. Fue
nombrado candidato a diputado federal por el pri, pero huyó del país. Se le acusó
de mantener nexos con narcotraficantes y de ser el autor intelectual del crimen
de Buendía. Lo declararon culpable en 1993 y lo sentenciaron a 35 años.
Ahí sigue, el cabrón, en la cárcel.
Publicado
originalmente en el número 43 de Luvina (verano de 2006)